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DEPORTES > 2024-02-15 23:17:10

Un karateca en el ring

La historia de Jorge Osvaldo “Karateca” Medina
 

*Por Laura San José

Con la mano derecha, la de la mancha, la de la cicatriz, Jorge Osvaldo “Karateca” Medina ceba el mate. Me lo pasa con edulcorante mientras disfruta de estar otra vez en el centro de la historia.

—Fui protagonista en doce peleas del Luna Park. Es como Julio Bocca en el Teatro Colón, como Riquelme en la cancha de Boca, como Orteguita en la cancha de River.

Si armáramos un Currículum Vitae pondríamos: 60 peleas como aficionado- ganó 58 y empató dos-, fue Campeón Argentino dos veces en la Federación de Box; tiene una medalla de bronce ganada en Bolivia, y en el Luna hizo trece peleas, de las cuales doce fueron estelares.

En un video de YouTube el relator grita: “Y en el rinnncónnn azulll, de Capital Federal, Jorge Osvaldo Meeediiinaaa”. La imagen muestra el azul en el shortcito del Karateca Medina, el rojo en el shortcito de Chocolate Peralta, su rival, tiene también el color café en el pecho desnudo de los boxeadores, el celeste en la camisa del juez que camina el cuadrilátero con pasos largos y mudos, el negro en el moñito, el rojo en los guantes que aprietan y el mismo rojo en los bordes que forman el ring. Tiene el blanco, uno intenso: son las luces que se ven en el fondo, los reflectores del Luna Park.

Jorge “Karateca” Medina debutó a los 21 años en el Luna. Después de 60 peleas como amateur había llegado el momento, la era profesional. “El Luna es groso”, dice él despejando una sonrisa llena de dientes. Es que Jorge, conoció el Obelisco a los veinte años, y un poco antes que eso se bañó con Jabón Federal, el de lavar la ropa, y se perfumaba con Lavanda de Polyana, porque era la más barata de todas.

Hoy está acodado en la barra de su propio gimnasio, en Martínez. Detrás, pegados en la pared, recortes de diarios que empapelan el lugar. La gente entra y va directo a donde tiene que ir: a agarrar las cuerdas, a ponerse los guantes o al vestuario. Todos los tratan con una amable confianza, él: seco como el polvo.

Karateca cuenta que luego de ganarle a Ricardo Carvallo, en el ´82, en la final del torneo Félix Daniel Frascara, parecía tener todo el camino libre para llegar a la fama, por eso recuerda que esa noche corearon su nombre en el Luna: “Mediinaaa, Meeediinaaa”.

Al Medina de aquella época, le gustaban dos cosas, mucho. Una, los entrenamientos: correr todos los días a la mañana con la salida del sol, cruzarse con Vilas y con los jugadores de San Lorenzo en Palermo, entrenar con Guilloti, con Castellini, transpirar. La otra, ser figura en el Luna.

—Pero como todo negro creí que el Luna era mío, que no me caía nunca más, las luces de colores me encandilaron, las chicas lindas, los boliches, los negocios— dice y sigue enumerando la buena vida— comía todos los días, usaba perfumes importados, tenía buena ropa, cadenas de oro, salía a comer afuera…

Lo cuenta apretando la boca, fruncida en un gesto, que es casi el único, porque gestos con las manos no hace, no sonríe, o sonríe poco con el cuerpo tieso. Pero tiene otros dos gestos. Uno corto, involuntario, levanta la ceja en punta para argumentar. El otro, más llamativo, más resabio de alguna acción que no se hacía a consciencia: aspirar. Aspira aire. Lo usa cuando lo que cuenta es fuerte. Como ahora que está diciendo,

—Y me caí, de donde pensé que nunca me iba a caer, de la cima.

Su cara redonda como una galleta lleva a cuestas un par de lentes sin marco que le dan el aspecto del más aplicado de la clase. Sin embargo, por momentos achina los ojos, como para hacer foco, y parece un niño travieso.

En las fotos de recortes que tiene en su gimnasio, aquellas donde se lo ve joven, pichón, no sonríe, solo mira a cámara con expresión de desconcierto, con una dureza que impacta.

Jorge tuvo un padre salteño, borracho y golpeador, y una madre paraguaya que nunca estaba; un secundario terminado a la noche sin saber escribir ni sumar. A los diez años dormía en el piso con dos hermanos, en un ranchito. Hubo días que no comió, y días en que algún carnicero amigo le daba un pedazo de grasa y hacía pan con chicharrón; o a veces alguien les tiraba unos huesos con carne y se los ponía a los fideos, para darle fuerza a la sopa.

Fue esa misma dureza de la calle la que lo llevó a practicar karate en el gimnasio de su tío. Para defenderse de otros chicos, más grandes, matones. De ahí su apodo: Karateca. Pero el tío era boxeador y le vio condiciones: lo entrenó una vez y lo subió al ring.

Jorge peleó en Chacabuco, La Pampa. Peleó en Estados Unidos representando a la Argentina como amateur, tres veces. Peleó en el Luna Park cuando tenía veinte. Cerca de esa época aprendió a sumar y a leer, por los contratos, para que no lo estafen.

Toma el termo con los dedos contraídos de su mano derecha y vierte un chorro de agua caliente en el mate, la yerba empieza a hincharse.

—Yo era un tipo que sabía meter los golpes bien abajo en la zona del hígado, de las costillas— suelta—. Trabajaba muy bien por adentro.

— ¿Qué es adentro?

—Los ganchos, los uppercut, el cross. Los metía bien. Me hacía chiquitito— dice tirando los hombros hacia adelante, recreando— me metía y los levantaba para arriba.

— Vos sos alto.

— No. Para la categoría soy chiquito. Los de Mediano Junior normalmente miden un 1, 75; 1, 77. Yo mido 1, 72.

Recuerda. Mira para atrás como buscando el afiche en la pared, pero especula la distancia y solo arranca a contar.

—Me tocó pelear en Sudáfrica con un tipo de un metro ochenta y pico— dice— y me “recotracagó” a piñas. Perdí por abandono en el noveno round. El que es alto y sabe manejar la distancia, te caga a piñas.

Siete bolsas de boxeo cuelgan del techo sujetadas por gruesas cadenas. Un ring. Seis espejos puestos uno al lado del otro, pegados a una pared. Una heladera con bebidas frescas. Un caño donde cuelgan sogas para saltar. Más de veinte pares de guantes. Dos tachos verdes llenos de pesitas. Todo eso hay en el gimnasio del Karateca. Pero también hay fotos, muchas, y recortes de diarios, todos.

Él mismo fue juntando, cada vez que salía su nombre. Hoy tiene empapeladas las paredes con los mejores momentos deportivos. Pero también están las del accidente. Porque dice que no tiene nada que esconder, que todo está ahí para quien lo quiera leer.

Me hace una seña con la mano para que lo siga, y hace un city tour por el gimnasio mostrando lo que para él es más importante. Arranca por la foto en donde tiene veinte años y tiene puestas unas zapatillas deportivas, un jean azul y una camisa de jean puesta por dentro del pantalón. De fondo, la Fontana de Trevi y después, con la misma ropa, pero en otra foto, parado en el Vaticano.

En todo ese momento de gloria, de flashes, de desconocidos vitoreando su nombre, pisó las calles de Italia- donde nunca se imaginó que iba a estar- y conoció a Diego Armando Maradona, cuando Diego ya era “El Diego” para vivir un tiempo con él, en Nápoles. Se hicieron buenos amigos, compinches de la parranda, la noche, las chicas. Él se bajó antes de aquella montaña rusa. Sin embargo, cuando Diego volvió a Buenos Aires, se encontraron en un boliche y el bochinche que hacían juntos duró tres meses más.

Y en eso estaba cuando alguien le dijo “Está la posibilidad de pelear por el título del mundo en Estados Unidos”. Ese alguien fue Tito Lectoure- un empresario y promotor del boxeo argentino, uno de los propietarios del estadio Luna Park y un descubridor de grandes talentos como Nicolino Locche, Carlos Monzón y Víctor Galíndez, todos ellos campeones mundiales.

Jorge dijo sí y se fue a Castelar, donde estaba su madre, a entrenar, porque era campo, porque había espacio para correr. Y, además, como al pasar, se compró dos motos. No una, dos.

Pasamos entre la gente que está entrenando, y llegamos a la camiseta de Argentina firmada por Javier Mascherano, jugador de la selección nacional de fútbol; al lado otra camiseta, firmada por más jugadores. El Karateca camina y señala, dice nombres y lugares y se divierte recordando. Pero, cuenta las del triunfo, las del Luna, las de los viajes, las fotos con famosos como Guillermo Cóppola, o Rolando Hanglin, pero las del accidente las pasa de largo.

Se lee: “Chocó Karateca Medina: el boxeador sufrió grave lesión en mano derecha”, diario Crónica.

En el cruce de Castelar, “en la 202 y la Gaspar Campos”, dirá, se cruzó un colectivo de la línea 203. Porque el destino quiso. Tenía que ser. Ni un minuto más ni uno menos, era ese instante el que estaba escrito. Su Kawasaki 650 quedó bajo las ruedas. Lo llevaron al Hospital de San Miguel para cortarle los dedos y él dijo que no. Entonces lo llevaron al Hospital de Ramos Mejía. Ahí le salvaron la mano.

Pero ya tenía astillados los huesos, los tendones cortados, y le quedaron los dedos contraídos.

Hay un video en YouTube, que muestra a un periodista sentado en la cama del hospital,

— Bueno, imagino que esa mano tiene un por qué ¿no es cierto?

Y a un Medina, joven, niño, con el rostro entumecido todavía de susto, como el de alguien que ve venirse un colectivo encima, contesta,

—Yo venía de San Miguel. Había ido a comprar aceite para la moto, una Kawasaki 650 que tengo. Y vengo por la avenida, le toco bocina al colectivo que está por cruzar, cuando estoy a diez metros de él me mete la trompa y no la pude parar a la moto. Lamentablemente no la pude parar y a raíz de eso…—Hace una pausa, se mira la mano vendada que parece una nube de algodón, vuelve a mirar al periodista y con las cejas tupidas, negras, lo dice todo: está espantado, está muerto de miedo, no por su mano, sino por su futuro. Y con una voz que parece de aguacero continúa—… y a raíz de eso casi pierdo la mano…

La derecha, la del golpe. La del triunfo.

Hoy, con 56 años, está sentado en un banquito, en su gimnasio, apoya la mano sobre las cuerdas del ring, la mano que muestra la costura de un muñeco de trapo con una mancha negra por los injertos de piel y dice:

—Ahí tuve que dejar el boxeo, primero porque casi me cortan la mano…

Pero no hay segundo, se da cuenta al hablar de que eso es todo. Que con eso bastó. Que ahí su carrera como boxeador terminó: a los 23 años en el ´85, un mes antes de viajar a Estados Unidos a pelear por el título mundial.

 

Jorge abre bien temprano el gimnasio, le pasa un trapo a todo el local, se arma el mate y empiezan a caer los primeros en querer perfeccionar la técnica. Al medio día, al cerrar, se ira a la parrilla que está frente a su gimnasio, con algún amigo que ha ido a visitarlo o simplemente solo. Todos los sábados repite el ritual.

Pero ahora, se acerca con un banquito a donde estoy parada: frente a una pared empapelada de diarios, frente a los titulares que cambian de la sección “deportes” a la de “policiales”.

“La vida es su gran pelea”- diario Clarín, sección “Deportes”.

“El karateca no baja los brazos”- diario El Atlántico, sección “Deportes”.

“Tráfico de drogas: ex púgil preso”- Clarín, sección “Policiales”.

Lo habían agarrado con una buena cantidad de droga encima y fue acusado de traficante, eso lo encerró. Él lee los mismos titulares y dice: “Quería olvidar, ya no tenía ningún proyecto por el que vivir”.

Afuera la vereda resbala de humedad. Por suerte a él, con estos días, no le duele la mano, cree que se debe a que hizo una buena rehabilitación. A pesar de que andaba mal y se drogaba cada vez que podía, apretaba una pelotita y no dejó nunca de ir a entrenar, a golpear, a hacer algo con esa mano.

—Quería recuperarme porque necesitaba mi fuerza, mis poderes— me mira por arriba del marco de los lentes y remata— mis manos.

Diez años después del accidente volvió a pelear, una pequeña exhibición: llegó caminando, ni colectivo, ni tren, sesenta cuadras caminando, porque no tenía. Y ya antes de entrar vio la fila de personas que doblaba la esquina. Él creía que no iba a ir nadie. Ese era su miedo, más grande que la oscuridad de una celda: el olvido. Por eso ese día Jorge lloró levantando las manos en alto parado sobre el ring, delante de tres mil personas. Pero ya no fue lo mismo. Nunca más.

Voltea el termo y cae el agua. Vive con el mate en la mano. Larga una instrucción a la clase: “Vamos, vamos, sigan golpeando, sigan golpeando” y se le ve una cicatriz en el antebrazo. También tiene más de quince puntos en la ingle. De los dos tajos robaron piel para completar el agujero que dejó el accidente.

—Dentro de todo fue una desgracia con suerte— dice justificando al destino— todavía tengo la mano.


 

Es medio día y hay cinco personas poniéndose los guantes. En el horario de las ocho y media de la mañana y de las siete de la tarde, habrá cincuenta en cada turno.

En el mostrador de la entrada, hay un fichero. En cada ficha se anota nombre, apellido, dirección, teléfono, y si el mes está pago. El Karateca se acerca con el termo y el mate,

—Vamos a la vereda. Yo estoy todo el día acá dentro.

Claro, porque vive en el fondo, en una piecita que se construyó para él. Cuando me acompañe a verla abrirá la heladera, se verá un pedazo de carne, unas verduras, queso crema, y otras cosas, abrirá también el freezer para que yo vea lo que tiene dentro. Me señalará la cocina, el lavarropas y el estante de madera en el piso donde acomoda las zapatillas. De un tender que se despliega de la pared cuelga las perchas, en forma de placard. Se subirá a una escalera de albañil para poder dar paso a una buhardilla. Allí, apoyado en la pared, un colchón dos plazas; en el suelo está el televisor y un par de frazadas. Es menos que un ambiente. Cuando salgamos dirá que él no tiene “berretines de campeón” y que esto es solo circunstancial hasta que se pueda comprar su departamentito.

Pero eso será después porque ahora, el mate caliente y endulzado con edulcorante anima la charla en la vereda. Me dice que el entrenamiento es todo. Que hasta el accidente solo pensaba en entrenar. La droga vino después, después del accidente, de la mano, vino a anestesiar.

— Yo aprendí a los golpes a caminar el ring. Aprendí con profesionales, trabajando en el Luna Park.

— ¿Tenés una técnica?

— Salir para los costados… no sé yo miraba mucho a Galíndez, a Walter Gómez, son tipos que boxeaban una barbaridad. De ahí que aprendí a caminar, a avanzar y a retroceder.

Él dice que se le ponía cerquita, cerquita, sin tirar ningún golpe, sin desperdiciar energía, y hacía que ellos le tiraran la primera piña, para quedar descubiertos, vulnerables, y así poder meter su golpe de gloria directo a las costillas.

—Los hacía pasar y les metía las manos y caían y morían—exagera.

Pero esquivando, siempre esquivando, con habilidad, buena cintura y reflejos despiertos porque lo importante no es meter el golpe sino que no lo agarren a uno de lleno.

— ¿Te comiste alguna vez un golpe de lleno?

—Sí, cuando debuté la primera vez en el Luna. Me dieron una en la punta de la pera y me desperté en los camarines. Vi todas estrellitas, con una sola piña.

Me dice también que un boxeador con “buenas piernas” no puede tener relaciones sexuales una semana antes de cada encuentro deportivo.

— ¿Vos eso lo cumplías?

Pasa una señora y lo saluda con una sonrisa. Él espera que la señora se aleje para responder, la sigue con la vista, la mide y después se vuelve y me dice,

—Cuando se podía sí, pero cuando no se podía…— y empieza a sonreírse— si estaba con una gorda fea trataba de cumplirlo, si estaba con una linda no podía…

Se ríe. Es un nene pícaro. Tiene el termo bajo el brazo, la mano que ahora tiene fuerza para sostener aunque sea un mate, su gimnasio.

 
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